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Oinrocinu se sentó más al dilo de Space Oddity y miró hacia abajo, musitando la canción. Un eco inquietante le hizo sentir vértigo. La Escalera, igual que un flechazo de amor fatal, desatado e irrealizable, se adentraba en la nebulosidad, más allá de las Cúspides de Nòiro. Pensó en la oscuridad, en su mensaje indescifrable y, sobrecogido, relativizó una vez más su extravagante talante, atemorizador, trascendente, seductor.

Dejó caer, volcándolo a modo de cascada desde sus adentros, un giro errante, un esbozo de emergencia desojando su deseo, suplicando un abrazo desde aquel extremo. Gumbel estaba lejos, y miró más allá de sus pies colgando encima de la escalera roja eterno, acabada en un punto al final de la oscuridad, y sintió una ráfaga descomedida de soledad, una ráfaga dominada por una pasión desconcertante.

Entonces, la pieza que cuadraba perfectamente en su pecho, a la izquierda, se deslizó lentamente y cayó al vacío. Aquel fragmento se perdió enseguida en aquel punto rojo. La ráfaga de soledad se transformó en melancolía, una melancolía sin contenido ni moraleja, y se le coló por el hueco de su pecho. Se quedó paralizado, intentando respirar, tratando de aminorar la velocidad de sus murmullos. Luchando por acallar a la canción que moraba en sus labios.